Una de las tantas plazas de Mar del Plata como un botón de muestra de una realidad social que, acaso, se replica en todos los barrios. Un recorrido desde la imagen general hasta el pulso interno de las personas que la habitan.
Por Ana Luz Arrieta
Estacionada en la plaza de este barrio lejano. Es una plaza que va cambiando todos los días de imagen según quién la habite. De mañana, los trabajadores limpian sus hojas caídas de estos árboles gigantes. Alrededor han puesto una cinta que dice peligro porque otros hombres con el hormigón intentan asfaltar la cancha futura de básquetbol.
Para llegar a esta plaza, tengo que conducir por la avenida Colón, bien al fondo, en dirección contraria al mar. Cuando ya llego al número 200, doblo en República Siria. Tres cuadras hacia dentro, como buscando llegar a la avenida Pedro Luro, pero me detengo antes, y acá está la plaza Jorge Newbery.
La escuela secundaria Nº 6 se encuentra a quinientos metros y cuando vengo antes de horario, me gusta refugiarme en el auto.
Hay mañanas en donde la plaza es solo para familias. Algunos juegan con sus hijos y otros la rodean con sus nietos, aprovechando los primeros días templados de este diciembre. Frente a la plaza hay una barbería, un kiosco que atiende por una ventanita y dentro solo se pueden ver dos estantes de madera con golosinas de marcas irreconocibles, y cantidades de pan. Es más bien un kiosco-almacén.
Dos o tres micros pasan por acá y levantan a los nenes de diez años, con sus guardapolvos blancos y mochilas. La mayoría son acompañados por sus madres, son familias numerosas, muchos hermanos. Casi que, sin diferencia de edad, uno tras otro. La madre intacta en su cuerpo, pero su caminata demuestra todo lo contrario. Es un cuerpo que contuvo nueve hijos, su delgadez no imposibilita el cansancio. Que se entienda: no es un cuerpo adolorido, es un cuerpo cansado. Sus ojeras, ese silencio rellenado con sus hijos que hacen chistes, juegos, hablan uno encima del otro, y ella en su propio silencio camina arrastrando los pies por estas calles de tierra.
Como todos los lunes, abro el tupper y saco mi tarta de acelga. El celular lo coloco arriba del estéreo, pongo música, lo primero que me ofrece la aplicación. Y al terminar el último bocado, aparece un adolescente con sus ojos mirándome fijos, pero a la vez sin mirarme. Eran el vacío y si tuviera que describir cómo es un vacío, hablo de él. Esa mirada vacua.
No.
Es una mirada llena, tan llena como si estuviera viendo su propia película, distinta a la que veo ahora: un adolescente mirándome. Cuando bajo el vidrio, me dice:
—¿Tenés para fumar?
Una frase sin emoción ni respiración, con toda la calma del barrio para él.
—No, no tengo.
—Cigarrillo, para fumar.
Le vuelvo a decir que no y subo el vidrio. Él se aleja. La misma forma de hablar es su caminata.
Lunes. Repito la secuencia. Varios abuelos bordean la plaza caminando, campera atada a la cintura, y vestidos con ropa de gimnasio. Los micros siguen pasando con velocidades no permitidas en un barrio, levantando a su paso hojas y tierra; motos con tres personas arriba, y algún que otro auto. En el kiosco-almacén siempre hay alguna clienta.
Abro el tupper, nuevamente la tarta. Me quedo un rato mientras leo el libro de esta semana. Estoy leyendo con voracidad, la lectura que había abandonado hace unos meses porque todo me aburría, hoy me encuentra con gran apetito, como si quisiera recuperar esas semanas, como si no me esperaran los personajes, como si este autor, además de ya estar muerto, estarían quemándole sus libros y con esa ansiedad, leo. Sé lo que viene después, pero prefiero hundirme en letras ahora.
En un instante de respiro, alzo la mirada y vuelvo a ver ese adolescente, pero ahora con su padre, estoy segura que es su padre porque son tortugas, lentos, calculan diez veces antes de dar el paso, miran la tierra de esta plaza, buscan con la espalda encorvada, les falta una lupa y parecen detectives, buscando minuciosamente en la tierra, y el hijo dice:
— Cigarros, cigarros.
El padre agrega:
—Cigarros, cigarros.
Los miro y quiero entenderlos. Cómo terminaron ambos en ese estado. Si son realmente cigarros que buscan o es otra cosa, por qué están en una plaza, por qué al mediodía, qué le pasó a ese adolescente que no está en una escuela, por qué esa mirada, quisiera apagarles la película que están mirando, traerlos a esta realidad, pero me asusto porque se acercan cada vez más al auto, entonces respondo con mi realidad. Subo el vidrio, giro la llave que enciende el motor y me alejo de la plaza.